Futbolista menuda, con piernas de alambre
Me gusta el fútbol, siempre me ha gustado, y ahora en vez de practicarlo me conformo con bajarme los domingos por la mañana a ver los partidos de fútbol base en las instalaciones municipales del barrio. El campo no tiene el “encanto” de los de antes; esa mezcla de tierra y piedras sobre la que un conjunto sinuoso de líneas de cal pretendían marcar los límites del terreno de juego donde luego nos rasparíamos las piernas durante noventa minutos. Ahora son verdes, casi fosforitos, y tienen perfectamente dibujadas quince o veinte líneas de toda una gama de colores con el fin de aprovechar al máximo espacio para múltiples tamaños y diferentes deportes. Este fin de semana tocaba partido de una de las ligas femeninas. Las chicas tendrían unos catorce o quince años, y verlas jugar me ha traído a la mente el recuerdo de la protagonista de mi historia.
La recuerdo delgada, de estatura bajita, y con un desarrollo propio de una niña de diez u once años. Seguramente nos habríamos cruzado en más de un polideportivo, pero no fue hasta esas Navidades del 94 cuando Marta se hizo conocida para cualquier aficionado al fútbol base en mi ciudad.
Con motivo de la Navidad, solía organizarse en mi localidad un torneo popular de fútbol sala en categoría alevín en el que participábamos todos los colegios. Al ser una ciudad pequeña casi todos nos conocíamos de vista, lo que creaba una cierta rivalidad y hacía que este torneo fuese una fecha marcada en nuestro calendario deportivo particular. Era un torneo especial; surgían nuestros primeros piques, las gradas se llenaban de padres y compañeros de clase que venían a animar, acudía la televisión local para retransmitir las finales, … se empezaba a respirar esa tensión que trae consigo la competición y que ya desde niño engancha a quienes practican un deporte con cierta pasión. Ese año llegamos a la final, pero al igual que había sucedido el año anterior, el colegio San José nos pasó por encima otra vez. Hubo dos generaciones en ese colegio, la anterior a ese año y la mía, que prácticamente dominaron todos los partidos, e incluso destacaron un par de chavales que con los años llegarían a dedicarse profesionalmente al fútbol.
Pero no fue la calidad del equipo contrario ni la final en sí lo que más recuerdo, sino que fue una chica menudita, con una coleta corta y con dos alambres por piernas, quién destacó por encima del resto en ese campeonato. Si bien es cierto que el hecho de que fuera la única niña del torneo le concedió un inherente protagonismo, fue la calidad con la que jugaba y el desparpajo con el que se movía lo que hizo que todos nos fijásemos en ella. Por aquel entonces todos éramos chavales muy jóvenes y no éramos conscientes, por lo menos por mi parte, de si el hecho de ser una única niña jugando al fútbol con niños podía suponerle alguna dificultad, más allá de las propias diferencias físicas debidas al diferente desarrollo entre un cuerpo y otro. Pero visto con la perspectiva del paso del tiempo, imagino que no debió ser fácil para alguien de doce años, apasionada de un deporte que tradicionalmente no se fomentaba entre mujeres, y en una ciudad de 30.000 habitantes en la que no había referentes femeninos en dicho deporte, tomar la decisión de entrenar semana a semana con el resto de compañeros y salir en ese torneo a jugar y disfrutar como lo hizo. Recuerdo además que al final de uno de los partidos, y con el ánimo de contribuir a la divulgación del deporte base como actividad saludable entre los adolescentes, un periodista hizo un “canutazo” a pie de cancha a Marta.
—Qué tal Marta, ¿Qué tal has jugado? ¿Cómo te has visto hoy?
—Bien, bueno, he fallado alguna ocasión clara, pero en general hemos jugado bien.
—¿Y qué tal con el resto de compañeros? ¿Cómo es jugar con los chicos? Parece que estás siendo la sensación del torneo.
—Bien, me lo paso muy bien. A mí lo que me gusta es jugar al fútbol, con chicos, con chicas, eso me da igual, me divierto mucho jugando, y seguiré haciéndolo en más torneos.
Fue por esto precisamente por lo que Marta sobresalió en ese torneo y todavía hoy la recuerdo; su ilusión por jugar y su carácter enérgico hicieron que, a pesar de las dificultades propias de una edad y una época, y de los impedimentos inherentes al tamaño de una ciudad determinada, nada frenara a una niña de doce años de disfrutar de aquello que más le gustaba, y de destacar por encima del resto compañeros.
Hace ya un tiempo, un conocido que tenemos en común me dijo que Marta se dedica ahora a enseñar educación física en un colegio, y como afición entrena a un equipo de fútbol infantil femenino de mi ciudad. Es inevitable pensar, y resulta gratificante hacerlo, que además de inculcar la disciplina y el orden propios de los deportes de equipo, cada una de las niñas que pase por el equipo de Marta se lleve consigo un poco de ese carácter luchador con el que una niña menuda, con coleta corta y piernas de alambre, maravilló a todos en el torneo de fútbol sala de las Navidades de 1994.
Alberto Grande Miranda